Después
de tres años trabajando con los niños me pregunto si estoy haciendo
una buen labor, si debería seguir con esto o hacer otras cosas...
Pero me doy cuenta que lo que verdaderamente me gusta es lo que estoy
haciendo, que es disfrutar enseñando.
Llegas
a observar, que todos los días algún niño tiene una sonrisa para
ti desde los más pequeños hasta los más mayores, que en la
actualidad paso más tiempo con ellos. Que cada entrenamiento da sus
frutos a nivel de rendimiento para unos y de disfrute para otros. Que
cada una de la criticas las tomas de manera constructiva para poder
mejorar la próxima vez.
El
llegar a lograr esta implicación es una de nuestras tareas como
profesores. Nosotros debemos ser el motor de empuje, aunque para
lograrlo haga falta obtener cierto feedback con los alumnos, y cuando
se consigue,a pesar de ser de forma fugaz, merece la pena. Conseguir que la
clase sea integra de principio a fin, se mantenga la actitud de todos
los participantes, se muestre interés por lo que se está
desarrollando prestando atención con los cinco sentidos, se muestre
puntualidad, respeto etc. Este efecto, que se da en ocasiones,
permite que todos estemos alineados y nos movamos en la
misma dirección mejorando día a día, porque siendo sinceros en una
clase, como en la vida, aprenden los dos, el maestro y el
aprendiz.
La
ilusión por mejorar, por aprender algún concepto nuevo del maestro
o por resolver las dudas que te surgen a media que avanzas e
investigas, son algunos ejemplos de lo que nos empuja cada día a
ponernos el mono de trabajo e intentar seguir evolucionando. Sin ese
“empuje”, francamente, sería difícil entrenar después del
trabajo o desplazarse a tantos kilómetros de casa. Siempre hay algo que aprender y a medida que
profundizas el cuerpo te pide conocer más y más.
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